martes, noviembre 15, 2011


COLUMNA DE SOMBRA (Publicación en “Página Siete” el 16/10/2011)

Por: Gabriel Chávez Casazola

Dos insumisos

Un amigo poeta, cuando aún no había publicado ninguno de sus textos, solía decir, para referirse a su vicio solitario, que él era miembro de la “poesía secreta”.  Su talante sigiloso y cierto aire de espía soviético así lo corroboraban.  

A esas mismas filas de la poesía secreta ha pertenecido durante largo tiempo el escritor cruceño Mario Alberto Herrera (1965), pero no por llevar abrigo ni por tener pinta de agente ni por no haber publicado.   

Herrera, muy discreto, eso sí, y en mangas de camisa como corresponde al trópico, ciertamente publicó tres valiosos títulos de poesía hace ya más de veinte años, aunque en ediciones personales –muy cuidadas en su deliberado descuido- y de tiraje limitado: en 1989 editó los poemarios Locomoción y Reunidos en cualquier lugar y planeando no se sabe qué cosas (sugestivo título donde los haya), y en 1991 Traje de vivir.   Encontrar alguno de estos libros, la verdad sea dicha, era hasta hace poco una tarea de auténticos agentes secretos en busca de un (buen) poeta secreto.

Pues, de nuevo apelando a la verdad, Herrera es un poeta que merece ser buscado, leído y leído con atención. La suya es una escritura singular, de un registro inusual en Bolivia.  Podría decirse, a vuela pluma, que se trata de poesía urbana, de poesía de la vida cotidiana, incluso de antipoesía,  y todas esas definiciones o intentos de definición estarían tan acertados como errados, pues como en el cuento de los ciegos y el elefante, solamente estaríamos tocando bien las orejas, bien la cola, bien la trompa del  paquidermo sin llegar a aprehenderlo en su elefantidad integral.

Escéptico hasta el pesimismo (y a la inversa), dejado caer por un puercoespín y no por una cigüeña (según confesión propia), munido de una voz “irónica y agria”, como con precisión señala la contratapa de Uno son suficientes (La Hoguera 2011), Mario Alberto Herrera (o Marium Albertum Herrerae, como firma en dicho volumen) es ahora ya un poeta menos inaccesible, gracias a la aparición de este libro –una recomendable antología personal de éditos e inéditos- que oficialmente lo ha apartado de las filas de la poesía secreta, donde con su proverbial modestia y agudeza seguramente se sentía más cómodo.

Hasta aquí Uno son suficientes, que ya el lector sabrá encontrar.  

Ahora paso a ocuparme, con parecida brevedad, de otro libro de poesía, recién salido de imprenta: Cruel inventora de los desvaríos (Gente Común, 2011) de Janina Camacho Camargo (1981).  En las antípodas de Herrera, aunque igualmente insumisa,  la poesía de Camacho es –cómo decirlo y cómo no decirlo- sutilmente tenebrosa. 

 Dejando de mirar (y admirar) el mundo, renunciando de principio a la contemplación (y al goce) de las cosas y los seres del mundo; escarbando hacia adentro, hacia las cosas y los seres de los adentros (acaso no admirables ni gozables, o solo de un modo secreto): así se dice esta voz que pronuncia y urde desde la oscuridad. Su urdiembre intenta ser memoria, desandar para reconstruir, para reconstruirse, trastornando el paso del tiempo y de las calles, pues sospecha que es el olvido quien (la) deshila e insume en los adentros.  Y sin embargo, renuncia también a esta tarea en el trayecto de decir: la descubre inútil, pues conoce que no ha olvidado nada ni perdido nada porque nada tiene. 



Se asume, entonces, desmemoriada, extraviada, apenas indigente. Para ella las palabras serán apenas vestigios, astillas, fragmentos de su propio cuerpo astillado –aquí el poema-, agrietado de cosas que no se van.  ¿Qué le queda, pues, sino inventar, inventariar desvaríos cruelmente, a esta voz ahorcada, sofocada por un cerco de ausencia(s), de silencio(s), de Nada(s)?   Pero en algún recodo de su encierro –como en el poema “Para una versión del I King” de Jorge Luis Borges-, Janina Camacho Camargo acaso intuye que la música (esa hendidura, esa luz) es capaz de redimir las presencias, los cuerpos; de recomponer las hilachas de la muñeca, los fragmentos del texto.  Una música ultraterrena, dice, que acaso más tarde (le) sobrevenga.